Primera. La caridad con el prójimo: Vista a través de la mente divina del Cristo Señor nuestro, no es la moneda en la mano tendida a nuestro paso, ni la túnica nueva para quien la lleva desgarrada, ni el pan y el vino sobre la mesa, ni la lumbre en el hogar. Es ante todo y por encima de todo la palabra suave que consuela y alienta, la piedad misericordiosa que perdona y oculta los pecados del hermano para que el mundo malévolo no le arroje piedras ni lo lleve al patíbulo; es el abrirle camino de justicia y rectitud iluminado por el amor y la fe, florecido de esperanza y alegría para desenvolver su vida en el marco sagrado y bendito de la eterna Ley. Es apartarle las piedras del camino cuando las fuerzas no le alcanzan para saltar las barreras que se le oponen al deber; es arrojarle una tabla al mar de su vida borrascosa para salvarle del naufragio; es tenderle las manos para sacarle de un abismo sin avergonzarle por haber caído en él.
Es entonces cuando se cumple la palabra del Santo entre los santos cuando dijo: “Buscad primeramente el Reino de Dios y su justicia, que todo lo demás vendrá por añadidura”.
Es, en una palabra, el amor que se da generosamente en pensamiento, palabras y acciones sin pedir nada y sin esperar ninguna recompensa.
Segunda. La pureza de vida en pensamiento, palabra y obra: no es seguramente el yermo áspero y solitario sin alma viviente que conviva a nuestro lado. “No está bien que el hombre esté solo” dice una frase de Jehová Creador, en el Génesis de Moisés. La Eterna Idea no borra jamás lo que diseñó una vez en lo Infinito del tiempo y del espacio. La vida pura no es pues la soledad absoluta. Es la convivencia con nuestros semejantes, familiares o amigos, sin causarnos el menor daño unos a otros ni en la honra, ni en los bienes, ni en los sentimientos o afectos y menos aún en la vida que la Eterna Potencia ha reservado a su sola Voluntad Soberana.
Es impura la vida del que se lucra con las fuerzas físicas de sus hermanos sin la justa remuneración, el que lastima, ofende y hiere los sentimientos de sus semejantes con pensamientos, deseos o actos impúdicos y lascivos; el que esparce con la palabra, el pincel o la pluma ideas o costumbres corrosivas que atentan contra el pudor y la honestidad; el que abusa de un modo o de otro de la mal llamada Libertad de derechos para imponer por la fuerza del poder arbitrario, sus torcidas voluntades que atentan contra la dignidad de la criatura humana, con un alma inmortal de sublimes destinos:
“Bienaventurados los limpios de corazón porque ellos verán a Dios” dijo un día el Divino Maestro. ¡Oh sí! Le verán, le sentirán y le poseerán en la tranquilidad de sus corazones, en la paz de sus hogares, en la serena calma de sus días iluminados siempre por el iris radiante de la paz y del amor.
Tercera. La paciencia: en todas las circunstancias de la vida Es la mansedumbre o paciencia, una virtud que lleva en sí misma un poder conquistador invencible.
“La paciencia todo lo alcanza” era el axioma de los Maestros de la antigua sabiduría. Los Flámenes Lemures de Juno y de Numú la hicieron savia fecunda de su vida extraordinaria de actividades exteriores y de quietud interior.
El hábito de la paciencia en todos los momentos de la vida, es lo único que puede hermanarse con la inalterable armonía interior, necesaria para vencer todas las dificultades que entorpecen el justo desenvolvimiento de las energías del espíritu, que llegó a la vida física en seguimiento de un ideal superior.
La impaciencia, la rebeldía interior, los arrebatos de la cólera, despedazan y desgarran en un instante los velos sutiles de los pensamientos protectores que amigos invisibles, aliados eternos, tienden amorosamente sobre sus hermanos encarnados. Y de aquí la mayoría de los fracasos espirituales o materiales que acarrean desastres irremediables, dolores múltiples, pesimismo aplastador para el alma que en sus momentos de lucidez comprende haber sido ella misma la causante de todos sus males.
Cuarta. Perseverancia: en el sendero elegido, no obstante las opiniones diversas del mundo.
“El que pone la mano en el arado y vuelve la cabeza atrás, no es apto para el Reino de los Cielos” decía el Divino Maestro.
La corona del triunfo no la conquista el que comienza bien, sino el que termina bien el viaje de la vida planetaria.
Los juicios humanos pesan mucho y de ordinario marcan derroteros equivocados a las almas vacilantes y temerosas. Y no es fácil el adquirir el valor de arrostrar las críticas necias de tantos inconscientes que jamás se detuvieron a pensar en lo que son ellos mismos, ni en su origen divino ni en sus destinos eternos.
Gozar de la vida lo más posible es su único ideal. ¡Pobre y desgraciado ideal que amarrado a los goces groseros de la materia, conduce las almas a caminos de perdición, por los cuales descienden hasta el abismo del crimen!.
Las claridades de la Ley Divina desaparecen en esos horizontes donde sólo resplandece la luz fatua de los placeres mezquinos, fugaces, enloquecedores.
“Los que sirven al mundo no son míos”, decía el dulce Maestro Nazareno y añadía más: “No se puede servir a dos señores, a Dios y al mundo”. “Yo soy la Luz de este mundo y el que me sigue no anda en tinieblas”.
La Divina Sabiduría abre la senda de la rectitud y la justicia según su Ley Eterna, en acuerdo con las necesidades del corazón humano, de modo que no están reñidos con ella, ni las dulces ternuras de la familia, ni las bellezas de la amistad, ni la dicha inefable del amor correspondido.
En medio de un mundo donde prevalece el egoísmo, la corrupción y el vicio en todas las formas de la degradación humana, se necesita un gran valor para resistir a la maligna corriente que lo avasalla todo, y para llegar a esa perseverancia que resiste a todas las sugestiones y falsos pretextos tendientes a eludir la rectitud y honestidad en el obrar.
Quinta. Concentración espiritual: buscando el propio conocimiento y la energía de la Eterna Potencia.
Para trabajar en algo es indispensable el conocimiento a fondo de ese algo en que se quiere ocupar tiempo y esfuerzo.
Así sea el cultivo de un jardín, el pulir de una piedra, el cincelar un metal, el pintar un lienzo o arrancar de un instrumento músico hermosas melodías, es necesario ante todo conocer a fondo aquello a que nos dedicamos.
Cuando queremos entregarnos a cultivar nuestro yo íntimo, nuestro espíritu, esa fuerza impulsadora de nuestra vida, debemos tratar de estudiarlo y conocerlo en todos sus aspectos buenos y malos; agradables y desagradables, elevados y ruines, generosos y mezquinos.
Y este conocimiento sólo podemos adquirirlo mediante la concentración en nosotros mismos o sea la meditación.
Débese tener en cuenta que meditar no es rezar, o sea pronunciar plegarias, súplicas en demanda de salud, de ayuda y protección en cualquier orden que sea. Meditar es penetrar en el santuario íntimo de nuestra conciencia donde descubrimos qué impulsos hacia el bien o hacia el mal nos dominan con más frecuencia; qué debilidades, gustos o inclinaciones aparecen más definidos y fuertes en nosotros a fin de prestarles más atención, tal como hace el buen jardinero con una amada planta de su jardín que observa día por día si un sol abrasador, o las lluvias excesivas o los vientos helados la perjudican y la agostan.
Y como el buen jardinero con amor y sólo por amor a su plantita que quiere ver embellecida en abundante floración, la poda, la riega y hasta lava su raíz, con igual amor piadoso por nuestra alma cautiva en la materia, hemos de apartarle todo aquello que perjudica su crecimiento, su progreso, y justa actuación en el plano de evolución en que por ley divina está colocada.
Gran cosa es a la verdad el adquirir el hábito de la concentración espiritual o meditación porque ella significa encender una potente luz en las tinieblas entre las cuales veremos claramente los peligros y tropiezos que pueden interrumpir la evolución y romper las alianzas y pactos que hayamos hecho en colaboración con los grandes apóstoles de la redención humana.
Sexta. Consagración a la ciencia: que nos descubre las obras y leyes de Dios y nos hace útiles a la humanidad.
La vida espiritual no está reñida con la adquisición de conocimientos superiores mediante el estudio de la Naturaleza que es el gran libro del Eterno Invisible que se nos manifiesta a cada instante en la estupenda grandeza de sus obras, de sus elementos, de sus múltiples creaciones.
“Los cielos y la tierra proclaman tu grandeza, ¡oh Jehová! soberano creador de mundos y de seres”, exclama la palabra augusta de las más viejas y sagradas Escrituras.
Consagrar voluntad y tiempo a estudiar la ciencia de Dios y de sus obras, es hacer al espíritu capaz de ser maestro y guía de las porciones de humanidad que la Eterna Ley nos designe, para conducirlas hacia los caminos de la justicia, de la paz y del amor, donde encontraremos todos la felicidad buscada.
Séptima. El Desinterés: Hemos llegado a la cumbre de la Montaña Santa; allí donde llegan las almas generosas, heroicas y sublimes que después de realizar toda una vida llena de merecimientos, de obras de bien y de justicia, de obras coronadas de belleza y de amor, se acerca a la Eterna Potencia y su pensamiento hecho rayo de luz le dice prosternado en profunda humillación: “Eterna Majestad del Infinito: ¡aquí tienes tu insignificante criatura que sólo ha podido traerte en ofrenda el pequeño vaso de su corazón ardiendo en amor hacia Ti para siempre!”
¿Qué pide esa alma?
El continuar sirviendo a Dios y a todos sus semejantes.
¿Qué quiere para sí misma?
¡Amar y ser amada hasta lo infinito!...
¡Oh eterna grandeza del alma que penetró en los portales de la vida espiritual sin pensar nada más que en darse en ofrenda permanente al Supremo Poder, sin buscar ni pedir compensación alguna en la tierra, porque tuvo la luz para comprender que se hace dueño de los tesoros divinos el que en absoluto desinterés se entrega al cumplimiento de la Divina Voluntad!.
Es el desinterés la virtud por excelencia de los héroes y de los santos, que sacrifican cuanto tienen y cuanto son en bien de sus semejantes. ¿Qué hará la Suprema Majestad en su generosa largueza con almas semejantes? ¿Las mirará con indiferencia, las relegará al olvido, las confundirá con la muchedumbre que juega, ríe, y pierde el tiempo en fugaces veleidades?...
¡Oh eterna grandeza del alma humana entregada por amor al divino Servicio!...
Los ángeles del Señor bajan de los cielos a contemplar tu belleza, y sueltan a todos los vientos sus cánticos de gloria y de amor: “¡Gloria a Dios en los cielos infinitos y paz y amor a las almas de buena voluntad!”.
LIBRO "CUMBRE Y LLANURAS, LOS AMIGOS DE JHASUA
AUTOR: DOÑA JOSEFA R. LUQUE A.